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miércoles, 27 de abril de 2016

BAFICI: los jóvenes y un viejo



por Oscar Cuervo

Por una analogía un tanto forzada de la noción de "mayoría de edad" se empezó a decir que en su 18º edición el BAFICI llegó a su madurez. Más allá de la superstición numérica, no logro percibir de dónde se desprende esa idea. El género coming of age parece haberse extendido como una mancha de aceite hacia la totalidad de la programación. Ya no es solo una sección del festival, sino que hay coming of age por todas partes. Películas de chicos (de 9, de 15, de 25, de 35... ¡de 45!) que no desean hacerse grandes y se repliegan en un mundo chiquito. Una puberización del punto de vista. 

Hasta convertirse en género, el coming of age recorrió un camino largo en el cine. El protagonista de Los 400 golpes crece a los golpes y Truffaut muestra ese proceso, no para idealizar la adolescencia, ni para consagrarla como un estado eterno del alma, sino para empujar al cine hacia la intemperie del mundo: lo que se plantea es una mirada nueva, porque el cine moderno está abriendo los ojos junto con Antoine Doinel. Los jóvenes de The last picture show experimentan el paso hacia la adultez como el fin del ensueño de una comunidad bucólica. Es la sociedad norteamericana la que se vuelve vieja ante sus ojos. Bogdanovich filma clásicamente la muerte del clasicismo cinematográfico. En Rumble Fish, Rusty James trata de seguir los pasos de su hermano mayor, el chico de la motocicleta, en un clima alucinado de post-catástrofe que no terminará de comprender hasta que realice el trayecto que su hermano dejó trunco; el fin de las pandillas es el fin de una épica y la asunción de la incertidumbre. También, inadvertidamente, es el comienzo del ocaso de Coppola y de la última generación de cineastas norteamericanos que dialogaron críticamente con la historia de su país. En estas películas, los procesos de crecimiento no implican ninguna celebración juvenilista ni tampoco un deseo de perpetuar una puerilidad apartada de la historia. En ninguna de ellas existe la mínima intención de consolidar una subjetividad juvenil en-sí, como recusación de la adultez. 

En los últimos años el coming of age se cristalizó como género y se volvió una forma engañosamente inocente del conformismo. Estableció una retórica disponible, clausurada en una situación abstracta, la de ver el mundo de "los grandes" (es decir, el mundo) desde un limbo existencial. El coming of age como género exime del engorro de construir personajes con una inserción económica precisa y ante una situación histórica concreta. Los chicos genéricos del coming of age no dejan nunca de ser hijos de... que viven fuera del mundo del trabajo y de las clases sociales. Da lo mismo que sean portugueses, argentinos, suecos o texanos. Notoriamente, los cineastas que se afincan en estos puntos de vista no tienen 8 años ni 15 pero su cine queda fijado en esa posición, como si padecieran un trastorno de crecimiento. Constituyen así la paradoja de que filman circularmente un pasaje que los deja siempre en el mismo punto. ¿La proliferación del coming of age en la programación del BAFICI postula el deseo de un festival eternamente adolescente?



Trayectorias. Si un autor merece figurar en esta sección del BAFICI es el viejo Marco Bellocchio. Con sus 76 años puede que sea el último de una especie que desaparece. En el BAFICI se pasan su primera película, I pugni un tasca (1965), y la más reciente, Sangue del mio sangue (2015). Digo "el viejo Bellocchio" porque tiene 76 años. Pero es Europa la que se volvió vieja a medida que van muriendo los artistas que, como este bello ojo, matengan su brío y su furia. Se trata de una paradoja de la historia contemporánea: por motivos que habría que pensar, los años 60 siguen siendo jóvenes y la actualidad envejece. Bellocchio es un emergente de aquel clima social y un disidente de esta época. Hoy lo juvenil es un segmento del mercado, la consumación de un futuro pasado. El cine industrial está diseñado desde la hipótesis de un espectador que no crece más allá de los 12 años. Y ahora los festivales de cine adoptan un juvenilismo alternativo. Encuentro pocos directores entre los centenares de este BAFICI que muestren un deseo tan fuerte como el de Bellocchio (en sus versiones 1965 o 2016) de desafiar al mundo desde el cine, un deseo donde el cine sea un arma de lucha. Sólo pensar que I pugni un tasca pudiera ser reducida a un coming of age me produce un escalofrío.

Cuando Bellocchio apareció a mediados de los 60, el cine europeo era pendenciero. Incluso en medio de todas esas películas, I pugni un tasca mostraba una rudeza incómoda: esos jóvenes eran los más inasimilables de su época. Pasó medio siglo y proyectada hoy en Buenos Aires luce como la película que puede ponerse a la altura de este presente y sigue mojándonos la oreja. La palabra "clásico" no le cabe. Bellocchio tenía 26 años cuando la hizo.



Hoy tiene 77 y hace Sangue del mio sangue. Bellocchio no se repite. Su cine se fue entenebreciendo hasta transformarse en un maestro de los climas oscuros. Puede contrastarse la actual oscuridad de sus películas con la crudeza de la luz de I pugni in tasca. Lo que no perdió (eso no se puede perder sin volverse un amargo y un cínico, y él ciertamente no lo es) es su inconformismo. En Sangue del mio sangue recurre a una estructura partida que es un signo formal del desajuste del presente. Una primera parte tiene el aspecto de una leyenda de los tiempos oscurantistas de la caza de brujas: Benedetta es una hermosa novicia que perturba el orden conventual con un deseo demoníaco hacia su confesor, Federico. Su deseo es tan intolerable para el ambiente del claustro que empuja a Federico a un presunto suicidio, lo que le impide a los curas enterrarlo en el camposanto. El hermano gemelo del sacerdote llega al convento para reclamar que se le dé sepultura cristiana, pero él también se topará con el deseo inquietante de Benedetta. Los inquisidores harán lo posible para aniquilar la potencia erótica de la mujer. La narración se interrumpe en un momento de máxima sugestión, cuando los hermanos gemelos se encuentran a ambos lados de un arroyo en medio de una noche de luna. De pronto, la cámara se sitúa en el mismo interior del convento pero en la época actual. El clima ensoñado se trocará en una farsa nocturna de la decadencia europea, infestada de yuppies embrutecidos por la prepotencia del dinero, una decadencia vista con sorna desde la mirada de un hombre de una vejez inconmensurable al que se atribuye la condición de vampiro. Ninguna de las dos historias, la medieval y la contemporánea, alcanzará un cierre narrativo; en cambio, el espacio del convento y el tiempo de la noche le permitirán a Bellocchio concretar el retorno de lo reprimido en su deslumbrante desnudez.

La juventud no aparece como una parálisis que se repliega en la imposibilidad de crecer, sino como una fuerza que retorna para arrebatar el presente. Se trata del punto de vista de un hombre que no se ha negado a envejecer.

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