todos estamos igual

viernes, 25 de septiembre de 2015

Los caminos que se pierden en el bosque (el arte y la verdad)

Heidegger y Van Gogh se encontraron en la radio (clickear acá para escucharlo)


por Oscar Cuervo

"Lo que nos parece natural -cabe suponer- es sólo lo habitual de un largo hábito que se ha olvidado de lo insólito de donde proviene. Sin embargo, eso insólito provocó un día la extrañeza de los hombres y condujo el pensamiento al asombro".

Este breve pasaje es uno de esos en los que la filosofía revela su potencia imbatible. Heidegger lo deja dicho en "El origen de la obra de arte", un breve ensayo que forma parte de Holzwege (Caminos del bosque, sendas que no llevan a ninguna parte, según una expresión algo arcaica del idioma alemán), uno de los pocos libros imprescindibles de la filosofía del siglo xx.

Como entes históricos, existimos en el seno de largos hábitos -hábitos que nos preceden largamente- que terminan por parecernos naturales y endurecen nuestra capacidad de asombro. ¿Quién se asombra hoy por el ser de una obra de arte? No digo asombrarnos por la calidad excepcional o por la belleza de la obra, o por la destreza del autor, sino por su solo ser. ¿Qué es una obra de arte? La pregunta puede parecerle ociosa a algunos, supérflua, abstrusa, innecesaria. No faltará quien crea que mejor que detenerse en semejante cuestión es dedicarse a gozar de las obras y quien sospeche que solamente una actitud presuntuosa nos lleva a desviarnos de la vivencia artística para perdernos en una disquisición intelectual. ¿Hace falta preguntar qué es una obra? ¿No valdrá la pena dedicarse a experimentar directamente la belleza de esta u aquella obra antes que meterse en una senda perdida del pensamiento? Pretender captar el ser de la obra -eso que distingue a una obra de otras cosas- puede ser visto como un desvío penoso incluso por aquellos que tienen un alta estima de la experiencia artística. Entonces una pregunta filosófica -¿qué es...?- puede ser tan mal recibida como la mayoría de la veces en que la filosofía aparece.

Y sin embargo la lectura de Heidegger, especialmente de este texto, siempre me dejó la sensación de que si no volvemos a conectarnos con lo insólito del arte, si el carácter de obra no nos despierta extrañeza, es porque hemos reducido la experiencia artística a un rito vacío o a la simple consolidación de nuestros gustos u opiniones.

¿Qué es entonces una obra? Antes escribí "eso que distingue a una obra de otras cosas", dando por sentado que una obra es una cosa. Esta asimilación habitual no se le pasa por alto a Heidegger. Justamente, lo que él no se cansa de señalar en este ensayo es que nuestro largo hábito nos lleva a vincularnos con los entes que pueblan nuestro mundo como si todos fueran cosas. Tratar a los entes como cosas nos haría ser realistas y nos salvaría de la tentación de caer en un pozo metafísico. Todo lo que hay en el mundo son nada más que cosas: las piedras, los árboles, las ciudades, las canciones, las ideas, los libros, las palabras, nosotros mismos: nada más que cosas. Detrás de ese realismo que se precia por no dejarse engañar por la metafísica hay una preferencia por la fisicidad de las cosas. Lo real es eso que se deja asir. Esta computadora en la que estoy escribiendo ahora este texto y mis propias manos serían así solo cosas. Si le quitamos al arte su aura mística, nos queda la obra como una cosa: una manufactura, un artefacto, un objeto, un producto. Incluso: una mercancía.

Pero Heidegger insiste: ¿qué es una cosa? ¿qué es una obra? ¿captamos lo que una obra es cuando la pensamos como cosa?

Las obras están tan presentes en nuestro mundo cotidiano, nos resultan tan familiares (canciones, películas, novelas, poemas, cuadros) que es difícil que su aparición nos despierten extrañeza. A los sumo podemos admirar la capacidad de un músico para tocar un instrumento o para cantar, o la destreza de la mano de un pintor para manejar el pincel o combinar los colores. Capacidades y destrezas técnicas que acercarían a las obras al ámbito de las artesanías. ¿Acaso una obra tiene algo especial que la distinga de una silla, de una bufanda, de unos zapatos? ¿No es precisamente necesario destituir a los artistas de su torre de marfil y ponerlos al lado de los trabajadores manuales? ¿No es la obra un trabajo más en el mundo humano donde todo es trabajo?

En "El origen de la obra de arte" Heidegger nos invita a deslizarnos por esta peligrosa pendiente en la que la técnica, el trabajo, la obra, la cosa, los artefactos, la realidad, los bienes de uso y los bienes de cambio se trastocan y relevan, se funden y confunden. El largo hábito ha enmarañado todas estas nociones, el pensamiento les puede restituir su singularidad para que vuelva a aparecer lo insólito de donde provienen.

"Todo el mundo conoce obras de arte. En las plazas públicas, en las iglesias y en las viviendas pueden verse obras arquitectónicas, esculturas y pinturas. En las colecciones y exposiciones se exhiben obras de arte de las épocas y pueblos más diversos. Si contemplamos las obras desde el punto de vista de su pura realidad, sin aferrarnos a ideas preconcebidas, comprobaremos que las obras se presentan de manera tan natural como el resto de las cosas. El cuadro cuelga de la pared como un arma de caza o un sombrero. Una pintura, por ejemplo esa tela de Van Gogh que muestra un par de botas de campesino, peregrina de exposición en exposición. Se transportan las obras igual que se lleva el carbón del Ruhr y los troncos de la Selva Negra. Durante la campaña, los soldados empaquetaban en sus mochilas los himnos de Hölderlin al lado de los utensilios de higiene. Los cuartetos de Beethoven yacían amontonados en los depósitos de las editoriales igual que las bolsas de papas en los sótanos de las casas".

La enumeración es astuta y provocativa, dado que resalta la realidad de las obras - su caracter de cosas- poniéndolas junto con otras cosas. Un cuadro de Van Gogh puede colgar de un clavo de una pared igual que un fusil.

Quizás uno de los pasajes más sugestivos y reveladores que Heidegger haya escrito acerca del arte sea este en el que se detiene a describir fenomenológicamente el cuadro de Van Gogh de las botas campesinas. Quizás también este texto sean uno de los más precisos y conmovedores análisis de la pintura de Van Gogh:

"Elegimos un famoso cuadro de Van Gogh, quien pintó varias veces las mentadas botas de campesino. Pero ¿qué puede verse allí? Todo el mundo sabe en qué consiste un zapato. A no ser que se trate de unos zuecos o de unas zapatillas de esparto, un zapato tiene siempre una suela y un empeine de cuero unidos mediante un cosido y unos clavos. Este tipo de utensilio sirve para calzar los pies. Dependiendo del fin al que van a ser destinados, para trabajar en el campo o para bailar, variarán tanto la materia como la forma de los zapatos. Estos datos, perfectamente correctos, no hacen sino ilustrar algo que ya sabemos. El ser-utensilio del utensilio reside en su utilidad. Pero ¿qué decir de ésta? ¿Capta ya la utilidad el carácter de utensilio del utensilio? Para que esto ocurra ¿acaso no tenemos que detenernos a considerar el utensilio en el momento en que está siendo usado para algo? Las botas campesinas las lleva la labradora cuando trabaja en el campo y sólo en ese momento esas botas llegan a ser precisamente lo que son. Lo son tanto más cuanto menos piensa la labradora en sus botas durante su trabajo, cuando ni siquiera las mira ni las siente. La labradora se sostiene sobre sus botas y anda con ellas. Así es como dichas botas sirven realmente para algo. Es en este proceso de utilización del utensilio cuando debemos toparnos verdaderamente con su  carácter de utensilio. Por el contrario, mientras sólo nos representemos un par de botas en general, mientras nos limitemos a ver en el cuadro un simple par de zapatos vacíos y no utilizados, nunca llegaremos a saber lo que es de verdad el ser-utensilio del utensilio. La tela de Van Gogh no nos permite ni siquiera afirmar cuál es el lugar en el que se encuentran los zapatos. En torno a las botas de labranza no se observa nada que pueda indicarnos el lugar al que pertenecen o su destino, sino un mero espacio indefinido. Ni siquiera aparece pegado a las botas algún resto de la tierra del campo o del camino de labor que pudiera darnos alguna pista acerca de su finalidad. Un par de botas de campesino y nada más. Y sin embargo...

"En la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae la tarde. En el zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí misma en el yermo barbecho del campo invernal. A través de este utensilio pasa todo el callado temor por tener seguro el pan, toda la silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria, toda la angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza de la muerte. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la labradora. El utensilio puede llegar a reposar en sí mismo gracias a este modo de pertenencia cobijada en su refugio.

"Pero tal vez todas estas cosas sólo las vemos en los zapatos del cuadro, mientras que la campesina se limita sencillamente a llevar puestas sus botas. ¡Si fuera tan sencillo como parece! Cada vez que la labradora se quita sus botas al llegar la noche, llena de una dura pero sana fatiga, y se las vuelve a poner apenas empieza a clarear el alba, o cada vez que pasa al lado de ellas sin ponérselas los días de fiesta, sabe muy bien todo esto sin necesidad de mirarlas ni de reflexionar en nada. Es cierto que el ser-utensilio del utensilio reside en su utilidad, pero a su vez ésta reside en la plenitud de un modo de ser esencial del utensilio. Lo llamamos su confianza. Gracias a ella y a través de este utensilio la labradora se abandona en manos de la callada llamada de la tierra, gracias a ella está segura de su mundo. Para ella y para los que están con ella y son como ella, el mundo y la tierra sólo están ahí de esa manera: en el utensilio. Decimos «sólo» y es un error, porque la fiabilidad del utensilio es la única capaz de darle a este mundo sencillo una sensación de protección y de asegurarle a la tierra la libertad de su constante afluencia".

Este es solo un tramo de un texto extraordinario. Muchas veces se ha preguntado si se halla en el cuadro de Van Gogh este plexo de sentidos que Heidegger despliega, o si no será que el filósofo fuerza, mediante su destreza retórica, una significatividad que el cuadro calla. Para Heidegger una obra como este cuadro no es una cosa ni un mero artefacto. Porque en la obra se abre un mundo: en este caso, el de la campesina, que en el cuadro ni siquiera aparece. Esta apertura es el acontecimiento de la verdad. ¿Verdad en una obra de arte? ¿No es la verdad un patrimonio de la representación teórica que solo la ciencia puede proporcionarnos? Indudablemente Heidegger sabe qué provocativo suena adjudicarle a la obra el ámbito de la verdad. Por eso, su descripción de los zapatos de la aldeana de Van Gogh está lejos de perderse en una disquisición escolástica. Hay más que una mera descripción en esto: es el pensamiento en diálogo con la obra. Si mal no entiendo estas páginas, Heidegger nos sugiere que se deja ser a la obra lo que es cuando el pensamiento dialoga con ella, cuando se vale de ella para abrir un mundo que de otra forma permanecería oculto.

A mí se me ocurrió hace unas semanas dedicarle una hora de nuestro programa de radio a estos planteos heideggerianos sobre el arte, un lunes a la 1 de la madrugada. La conversación se puede escuchar clickeando acá.

1 comentario:

kanario dijo...

Precioso comentario. Iluminador