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sábado, 1 de agosto de 2015

Filosofía positiva


por Oscar Cuervo

La epistemología es la filosofía de las ciencias.

La pregunta rectora de la epistemología dice: “¿qué son las ciencias?”. En la medida en que sea fiel a ese deseo de ir al fondo de las cosas propio de la filosofía, no puede renunciar a su vocación interrogativa ni a causa del inmenso poderío que ejerce el dispositivo científico en la vida contemporánea, ni por el crédito de que goza para el sentido común imperante. El sentido común imperante de cada época es el obstáculo al que la filosofía debe vencer si quiere mantenerse fiel a su impulso hacia el saber y no rendir pleitesía a consensos de época.

¿Qué son las ciencias? ¿Dónde radica la unidad de las ciencias, si es que tal cosa existe? ¿Qué es la tecnología? ¿Qué podemos hacer con ellas y qué no podemos? Si nadie me lo pregunta, lo sé, pero si me lo preguntan ya no lo sé. Así podríamos parafrasear el antiguo modo de preguntar de Agustín, para alcanzar con nuestro pensamiento esta omnipresencia, a la vez protectora y abrumadora. Por supuesto, antes de apresurarnos a responderlas, estas preguntas llevan a otras: ¿la ciencia es ante todo una forma privilegiada del conocimiento, o un sinónimo del conocimiento sin más? ¿sus fundamentos deben ser examinados? ¿es la eficacia de la tecnociencia un motivo suficiente para entregarnos sin restricciones a su amparo? ¿o una entrega irrestricta puede volverse un peligro para nosotros? ¿a partir de qué momento la tecnociencia se volvió un poder ineludible y gracias a qué? ¿hasta qué punto esa ineludibilidad acrecienta nuestra libertad y hasta qué punto la limita?

Pero la epistemología tiene un comienzo histórico y contingente, situado en un contexto social en el que esta problematicidad que ahora le adjudicamos no estaba explicitada. Como pasa siempre con la filosofía, las preguntas se fueron abriendo paso de a poco, desde un nacimiento acotado a exigencias circunstanciales que la misma dinámica interrogativa fue ampliando.

El programa de la epistemología solo llega a plantearse al cabo de un proceso histórico de varios siglos. 

En primer lugar, el triunfo de la revolución copernicana que consagró la visión heliocéntrica (el sol en el centro del universo) desplazando al antiguo geocentrismo (la tierra inmóvil en el centro del universo) puso a las ciencias naturales modernas como el modelo privilegiado de conocimiento. Esta innovación llevada a cabo durante los siglos XVI y XVII involucró a varias generaciones de científicos y se consumó solo cuando Isaac Newton formuló la teoría física mecánica que permitía explicar tanto el movimiento de los astros en el espacio celeste como los movimientos de los proyectiles artificiales creados por el ser humano y toda la mecánica de funcionamiento de las máquinas en el espacio terrestre. Su formulación es publicada por Newton en 1687 en su libro Philosophiae naturalis principia mathematica. Su resonante éxito y su fertilidad radicaron en que, por primera vez en la historia del conocimiento humano, un conjunto pequeño de leyes (a partir del principio de inercia y la ley de gravedad) intentó explicar el movimiento de todos los cuerpos del universo. El establecimiento de la mecánica newtoniana hizo caducar a las antiguas teorías físicas, puso a la mecánica como centro de todo el sistema científico e impulsó el desarrollo de las otras ciencias a su imagen y semejanza.

En segundo lugar, en el siglo XIX europeo, la revolución industrial propició una fe en el progreso que buscó aplicar los desarrollos científicos y teconológicos al dominio y explotación de todas las fuerzas naturales y sociales. En ese clima surgió una corriente de pensamiento, el positivismo, cuyo principal exponente, Augusto Comte (1798-1857), propuso extender las leyes de la física más allá de su contexto específico, hasta abarcar al conjunto entero de las ciencias, a las que consideró derivaciones de los principios mecánicos. Comte en su Curso de Filosofía Positiva propone la idea de que la ciencia es la forma superior del conocimiento, que alcanza su validez objetiva por estar basado en la pura observación de los hechos. La superioridad de la ciencia, dice Comte, se basa en el progreso natural del espíritu humano. La ciencia no es un conocimiento entre otros, sino el estado adulto de la capacidad intelectual de nuestra especie. Su desarrollo, según él, se rige por una ley a la que le atribuye una universalidad y certeza comparables a las que en la física tiene la ley de gravedad. Comte la denomina ley de los tres estados:

“Esta ley consiste en que cada una de nuestras principales especulaciones, cada rama de nuestros conocimientos, pasa sucesivamente por tres estados teóricos distintos: el estado teológico o ficticio, el estado metafísico o abstracto, y el estado científico o positivo. (…) el primero es el punto de partida necesario de la inteligencia humana, el tercero su estado fijo y definitivo, y el segundo está destinado en forma exclusiva a servir de transición”. 


Según esta ley, la humanidad: 1) en su estado primitivo intentó entender los fenómenos del mundo atribuyéndoselos a la acción de seres sobrenaturales, divinidades múltiples o un Dios único; 2) luego dejó atrás estas creencias sustituyendo la acción de los dioses por fuerzas abstractas capaces de generar por sí mismas los fenómenos observados, que finalmente confluyen en la idea de una entidad única, la naturaleza; esta segunda etapa solo es una transición hacia el estado más desarrollado; y 3), el estado positivo o científico es aquel en que el espíritu humano se dedica a descubrir las leyes naturales, leyes que enuncian relaciones constantes entre los fenómenos observables (empíricos); los fenómenos empíricos solo son casos particulares de un único “hecho general”, como es la gravitación universal. La superioridad de este tercer estado estaría dada porque en él la inteligencia humana ya no postula a la existencia de entidades inobservables para explicar la realidad, sino que, basándose únicamente en la observación de los hechos empíricos, reune la multiplicidad de los casos particulares en unas pocas leyes universales (o incluso en una sola).

Inspirado en el modelo de la ley de gravitación newtoniana, que “da cuenta de toda la enorme variedad de hechos astronómicos, como si fueran uno y el mismo hecho, considerado desde diversos puntos de vista”, el padre del positivismo moderno se jacta de haber descubierto el principio que pauta el desarrollo del espíritu humano en todas sus manifestaciones. Así:

“…no existe ninguna ciencia que haya llegado al estado positivo que no pueda ser analizada en su pasado como compuesta esencialmente de abstracciones metafísicas, o bien, retrotrayéndonos más en el tiempo, como dominada por especulaciones teológicas”.

Este principio es tan general que no solo se aplica al desarrollo de las diversas ciencias, sino que también es reconocible en la evolución intelectual de los individuos:

“Así, cada uno de nosotros, al examinar su propia historia, ¿no recuerda haber sido sucesivamente, en lo que respecta a sus nociones más importantes, un teólogo en su infancia, un metafísico en su juventud y un físico en su madurez?”

Esta apelación a la memoria personal es un fundamento débil para probar lo que Comte considera una ley invariable, lo cual nos indica que, pese a la valoración que él declara tener por el conocimiento científico, no parece aplicarlo rigurosamente para fundamentar sus propias ideas. Por otro lado, esta correlación entre el desarrollo histórico de las ciencias y el desarrollo de la inteligencia individual le permite a Comte considerar a las religiones como el estado infantil de la humanidad; a la metafísica como su estado juvenil y a la ciencia como la forma adulta del intelecto. Si estas transiciones respondieran a una ley natural –como Comte propone que sea-, entonces todas las culturas que se vinculan a la naturaleza a través de sus creencias religiosas estarían en un estado infantil o “primitivo”; pero, a la vez, la supuesta inexorabilidad de la ley haría que esa visión religiosa tenga a la larga que ser abandonada y sustituida por el estado científico “adulto”.

La ciencia es pensada como el producto del desarrollo natural de la especie humana. Esta naturalización del conocimiento científico niega implícitamente la posibilidad de que las ciencias fueran el resultado de un proceso histórico en el que intervendrían factores sociales contingentes que la naturaleza humana entendida como especie biológica no permite predecir. Para el positivismo la ciencia estaría potencialmente contenida en la fisiología de la especie humana y por eso mismo encarnaría la única racionalidad posible: la ciencia y solo ella constituiría un conocimiento racional y maduro.

Como la idea positivista de ciencia responde a un afán totalizador, la ley de los tres estados no se limita a explicar cómo se desarrollaron hasta el presente las capacidades cognoscitivias de la humanidad, sino que además se permite prever y prescribir el “destino final de la inteligencia humana”  para que el estado científico se complete. La astronomía, la física, la química y la fisiología (biología) fueron arribando sucesivamente al estado científico, pero este estado debe completarse hasta abarcar a todos los fenómenos. Y Comte afirma que los fenómenos sociales no entraron aún (a mediados del siglo XIX) en el dominio del estado positivo:

“Esta es la única aunque grande laguna que hay que rellenar para acabar de instituir la filosofía positiva. Ahora que el espíritu humano ha fundado la física celeste, la física terrestre mecánica o química, la física orgánica, vegetal o animal, le falta completar el sistema de las ciencias de la observación fundando la física social”.

Algunas acotaciones pueden hacerse a partir de esta tesis: en primer lugar, Comte supone que todos los fenómenos de la realidad son variantes de los fenómenos físicos; las leyes de la física están en la base de todo lo que sucede. Como consecuencia de esto, la pluralidad de las ciencias se reducen finalmente a la física como ciencia básica, con sus diversas secciones: física celeste, física mecánica, física química, física orgánica. Y para completar este programa, tiene que extenderse el dominio de la física hasta el conocimiento de los fenómenos sociales: de ahí que para el positivismo haya una continuidad entre naturaleza y sociedad, entre ciencias naturales y sociales, todas ellas respetando el modelo de la física. Esta pretensión de reducir todos los fenómenos a una base física y todas las ciencias, incluidas las sociales, a capítulos de una física general fue denominada por los críticos del pensamiento positivista como un reduccionismo. Contra este programa reduccionista se alzaron muchos autores que señalaron que el ámbito de lo social presenta características específicas que no es posible reducir a los principios de la física.

Todas las tesis propuestas por Comte pueden ser –y han sido- sometidas a discusión. No es evidente que la ciencia natural moderna –ni siquiera la física o la astronomía- extraigan sus hipótesis generales de la observación; no es evidente que todas las ciencias pasen por los tres estados que postula Comte; tampoco lo es que las ciencias, tal como las conocemos, sean el producto natural del desarrollo de la capacidad cognoscitiva de la especie humana y que en su forma actual no hayan incidido factores históricos irreductibles a una ley natural; es discutible que todas las ciencias, incluidas las sociales, formen parte de un mismo modelo de conocimiento, el de la física moderna. No hay evidencia de que todo lo que sucede en el universo pueda explicarse a partir de leyes físicas. Y, finalmente, tampoco es evidente que el cambio en la historia del conocimiento humano deba comprenderse como un progreso unidireccional desde una mentalidad infantil hacia una mentalidad adulta encarnada por la ciencia. 

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