todos estamos igual

jueves, 18 de agosto de 2011

Post


por Oscar Cuervo

Se hace evidente desde los años 80 una especie de impulso ineludible a inscribir el presente en una serie; lo pre-moderno, la modernidad, la posmodernidad.

El fin de la historia como triunfo del liberalismo político, desde aquel célebre artículo de Francis Fukuyama que decretaba el comienzo de la post-historia, a partir de una cierta interpretación de Hegel.

El fin de la política.

La muerte de la filosofía (ya anunciada por Heidegger en los años 60).

La muerte del cine (tema recurrente en los años 90, en intervenciones resonantes de Susan Sontag y Jean Luc Godard, entre otros).

En la crisis del 2001 las masas de televidentes movilizados en defensas de sus ahorros bancarios acuñaron una consigna destinada a ser memorable: que se vayan todos. Parecía el fin. El fin de algo.

Y el insistente recurso al prefijo "post": la post historia, la post modernidad, la post política, el post cine, el postporno...

Hace un par de años Mariano Grondona instaló, a través de un “librito” que dijo haber escrito en sus vacaciones en Punta del Este, un concepto: el post-kirchnerismo. Más recientemente Jorge Asís habló del kirchnerismo póstumo.

A lo que nadie se animó hasta ahora es a pronosticar el fin del mercado. Ayer en la televisión pública alguien dijo que nos resulta más fácil concebir el fin del mundo que el fin del capitalismo.

Necesidad de comprender el presente, de ponerle nombre, de arrancarle una clave, aún cuando el rostro verdadero del presente no se nos termina nunca de mostrar. Pero ¿será posible hacer esto: ponerle nombre al presente, arrancarle su clave secreta?

Todas las profecías sobre los diversos fines (de la historia, de la modernidad, de la política, de la filosofía, del arte, del cine) aún no terminan de consumarse. Elisa Carrió se convirtió en una especie de profetisa oficial, vino anunciando el fin de un régimen y el nacimiento de lo nuevo. Esta semana lo único que parece haberse terminado es su carrera política y, quizás también, su carrera profética.

La primera década del nuevo siglo podría nombrarse, para ser fiel a este impulso de inscribir el presente en una serie, así: es el fin de todos los fines, pero no porque todo se vaya a acabar, sino porque nada se ha acabado:

La historia, a esta hora del jueves 18 de agosto de 2011, aún no terminó; la política, por lo visto, tampoco: lo más interesante que nos viene pasando a los argentinos, lo mucho más interesante que la filosofía, el arte, el cine, lo más interesante que nos está pasando en estos días, es la política. Ahora dicen que hay crisis en el mundo, cuando vemos las imágenes de Grecia, de España, de Italia, cuando nos enteramos de que las calificadoras de riesgo le bajan la nota a los Estados Unidos, todos nos acordamos del clima que vivimos hace diez años en Argentina. Probablemente no se trate de exactamente lo mismo, porque nunca sucede exactamente lo mismo. Pero, cuando escuchamos estas noticias, encontramos al menos un aire de familia con nuestra experiencia.

El fin del fin.

Se terminó el fin de la política, o de su asesinato en manos del mercado. Aún no murió el estado. El mercado hoy recurre a los fondos del estado para que acudan a su salvataje. No se fue nadie: están, todavía, todos: entre nosotros están aún Perón, Evita, la Patria Socialista, la CGT, el trosquismo, Duhalde, Alfonsín, Menem, la Sociedad Rural, los Mitre, la Federación Agraria, los Noble Herrera. Néstor vive. Está aún Fidel Castro. Y por supuesto está el estado y está eso que hasta ahora nadie se atrevió a anunciar como terminado: el mercado. La política no se terminó.

Quizá se haya terminado la posmodernidad; pero no para dar lugar a una post-post modernidad, sino para obligarnos a dejar atrás esa manía a dar por terminadas las cosas: nada de la modernidad aún se ha terminado, con excepción, quizá, del estado soviético. Pero a la luz de la resurrección de tantos otros estados, afecciones, sustancias y accidentes que dimos por muertos, no convendría apresurarse: quizá dentro de unos años tengamos que reconocer que los soviets no se habían terminado aún, que solo se tomaron un descanso.

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