todos estamos igual

viernes, 12 de febrero de 2010

El nacimiento de una negación

(descartes de la modernidad)
(viene del capítulo anterior)


por oac

La modernidad empezó en un living.

Es una opción narrativa, discutible como cualquier otra, pero si hay que poner una escena para empezar, yo prefiero el living de René Descartes.

Podría haber sido otra escena: cuando Copérnico termina de escribir el libro donde propone la hipótesis heliocéntrica, que iba a ser el comienzo del final de miles de años de creer que la Tierra está inmóvil en el centro del universo. Pero creo que, justamente, el libro de Copérnico se trata de eso: del comienzo del final de la pre-modernidad y no de la modernidad misma.

Podría haber sido -la escena del comienzo de la modernidad- el descubrimiento de América, cuando el andaluz Rodrigo de Triana dice tierra. Comienzo demasiado apegado al cine de género, para mi gusto.

En el living de Descartes, él es un poco como Rodrigo de Triana y como Colón a la vez. No dice tierra, dice pienso. La escena carece de la épica requerida por los amantes del espectáculo, pero ese hombre envuelto en una bata, sentado en un sillón, mirando el fuego, descubre algo más que América. Descubre la negatividad, descubre la modernidad y la falla de la modernidad: todo a una vez. Los modernos tardíos tratan de separar modernidad y postmodernidad, reivindican el Sujeto en sentido fuerte, el ideal de la emancipación, la Autonomía del hombre (y de la mujer), la idea del Progreso, como banderas a seguir levantando contra la postmodernidad. Promueven la ilusión de que la modernidad es un programa incompleto por haber sido abandonado. Pero la modernidad nació póstuma: nació fallida, no hay otra modernidad que esta modernidad fallida cuyos resultados tenemos ante los ojos. No hay una modernidad íntegra a la que se haya abandonado y a la que podamos volver, abandonando el abandono.

Descartes vio todo esto sentado en su sillón, junto al fuego del hogar, en su living burgués.

Tenía 45 años y consideraba haber llegado a una etapa de su vida en la que su espíritu se había liberado de todo tipo de preocupaciones, ya no agitado por pasión alguna y habiéndose procurado un reposo asegurado por una placentera soledad. Estaba tranquilo el hombre, estaba hecho. La escena de la vida burguesa es muy precisa: una vez que se aseguró un buen pasar, el tipo se puede sentar en su sillón a pensar:



"Ya me percaté hace algunos años de cuántas opiniones falsas admití como verdaderas en la primera edad de mi vida y de cuán dudosas eran las que después construí sobre aquéllas, de modo que era preciso destruirlas de raíz para comenzar de nuevo desde los cimientos si quería establecer alguna vez un sistema firme y permanente; con todo, parecía ser esto un trabajo inmenso, y esperaba yo una edad que fuese tan madura que no hubiese de sucederle ninguna más adecuada para comprender esa tarea. Pero ya lo he postergado tanto tiempo que sería ciertamente culpable si consumo en deliberaciones el tiempo que me resta para intentarlo. Por tanto, habiéndome desembarazado oportunamente de toda clase de preocupaciones, me he procurado un reposo tranquilo en apartada soledad, con el fin de dedicarme en libertad a la destrucción sistemática de mis opiniones".

El burgués de vida ya aplacada, entonces, tratando de alcanzar la autonomía de su pensamiento. Sentado en un confortable sillón. Lo que Descartes quiere es llegar a la verdad por sí mismo, sin esperar el permiso de ninguna autoridad. Ha sido educado en un colegio jesuita y las apelaciones a la autoridad de los doctos están a la orden del día. Descartes también ha estado siguiendo con preocupación el proceso que la Inquisición de la Iglesia Católica le hace a Galileo, por sostener de un modo tan eficaz las teorías heliocéntricas que la iglesia siente -justamente- como una amenaza contra su autoridad. Descartes es un hombre que valora enormemente la prudencia y recomienda no ser nunca precipitado, ni en juicios ni en acciones. Por eso, quizá, el mejor lugar para pensar es su living, en situación confortable. Pero con toda su prudencia, su propósito es terriblemente ambicioso: lograr su propia autonomía de pensamiento, lo que de algún modo lo va a completar como hombre, ya que le permitirá darse su propia verdad.

Por eso se propone el método de la duda: no dudar por la duda misma, sino para llegar a encontrar lo indudable, es decir: lo que resista aun a las dudas más obstinadas. Obstínándose en dudar, como acto voluntario, lo que Descartes se propone es encontrar el límite de esa obstinación: lo que no se pueda poner en duda de ningún modo. Así se irá a dar su verdad. Porque la verdad, piensa, es algo que yo me tengo que dar a mí mismo.

¿Y qué es lo que no se puede poner en duda de ninguna manera? La duda tiene que ser violenta, hiperbólica, hay que empujar las cosas más allá de la sensatez burguesa, más allá de las tranquilas costumbres y de los plácidos consensos. En eso, Descartes es osado, desprecia lo sensato y lo consensual como si fueran falsos. Pero la duda tiene un tope ante el que no se puede seguir empujando: lo imposible. Mientras haya posibilidad de dudar, entonces dudemos. Hasta que la duda se nos haga imposible.

¿Los ojos pueden engañarme? ¿Las sensaciones corporales pueden ser engañosas? Descartes es contemporáneo de Galileo, de manera que sabe que es posible que los sentidos me engañen, puesto que durante siglos he creído que la Tierra no se mueve y ahora parece que la Tierra se mueve. Si la Tierra se mueve, ¿cómo es posible que mi cuerpo no lo sienta? Y Descartes, en un sentido, es más moderno aún que Galileo porque, antes que entregarse con entusiasmo a la defensa del heliocentrismo como hace Galileo, prefiere usar la hipótesis del movimiento de la Tierra como un síntoma de otra cosa: los sentidos, las sensaciones corporales, pueden engañarme. Entonces los sentidos son incapaces de darme la verdad que necesito: si hay una verdad en los sentidos, no son ellos los que la pueden validar por sí mismos, seré yo el que la examine hasta que ya no pueda ponerla en duda.

Los sentidos pueden engañarme sobre el color o el tamaño de la luna, que a veces me parece más grande y otras veces más chica, a veces me parece anaranjada y más tarde azulada. Puedo pensar que quizá la luna no haya cambiado: que son los sentidos los que me llevan a equivocarme.

Pero, digamos: estoy acá, cavilando, sentado junto al fuego, soy un tipo hecho y derecho, ya no tengo apremios económicos, estoy en mi sillón. ¿No es esto evidente? ¿O lo puedo a poner en duda?

Claro que lo puedo poner en duda: supongamos que estoy soñando. Sueño que estoy sentado junto al fuego y en cambio estoy durmiendo. Sueño que tengo 45 años y que estoy en una posición acomodada. Pero ¿si es un sueño? ¿si ya no tengo 45 años? ¿si en realidad no tuviera una vida desahogada? ¿y si estuviera durmiendo en la calle, si fuera un mendigo en la calle soñando que es un burgués o un viejo arruinado que sueña que es un filósofo? Descartes lo piensa. Por supuesto que no cree estar soñando, cree estar despierto. Pero, piensa: muchas otras veces soñaba y en el sueño creí estar despierto. A veces sueño que tengo 16 años y que estoy en el colegio, a veces estoy con amigos de los que me siento increíblemente cerca y ellos ya están muertos, hace mucho. A veces me despierto y descubro que mi amigo hace rato que ha desaparecido, a pesar de que hasta hace unos instantes estaba disfrutando de su compañía.

A veces es al revés: se muere alguien a quien amo con desesperación, mi vida tranquila de burgués reposado tambalea, lloro inconsolablemente. Y entonces me despierto y compruebo con alivio que se trataba de una pesadilla. Pero yo estaba tan convencido de la muerte del ser querido que, aún varios minutos después de haberme despertado, sigo llorando. Voy corriendo a constatar que el que creía muerto vive aún. Entonces: ¿por qué no pensar que ahora estoy soñando? Ahora, que estoy escribiendo frente a la pantalla de mi computadora un post sobre Descartes, ¿no podría ser esto un sueño? Descartes piensa: no tengo un método infalible para distinguir el sueño de la vigilia; si lo tuviera, entonces nunca podría confundirme al respecto, pero desgraciadamente (Descartes lo lamenta porque está buscando certezas) no soy capaz de distinguir sueño de vigilia más allá de toda duda. Aunque creo ahora estar despierto, a lo mejor estoy soñando y más tarde lo voy a saber.

Estoy solo, en esta habitación hay una sola persona: yo. Hace unas horas había dos más: éramos tres; pero primero se fue uno y quedamos dos, después se fue el otro y quedé yo. En el fuego hay cuatro leños ardiendo, uno a punto de consumirse, voy a agregar otro. ¿Y si estoy soñando? Si estoy soñando, cosa que es perfectamente posible, hay algo en mi percepción que parece quedar en pie: si hay cuatro leños y echo al fuego uno más, ahora hay cinco; si uno de ellos termina de consumirse, habrá cuatro: tres menos dos es igual a uno; cuatro más uno cinco, menos uno cuatro. Las verdades matemáticas son más firmes que las impresiones sensibles, porque me pasó muchas veces que creía ver una cosa de una determinada manera y después darme cuenta de que los sentidos me habían engañado. O de creer que estaba pasando por un determinado trance de mi vida y después descubrir que sólo estaba soñando. Pero nunca me pasó y, por lo que creo, nunca me va a pasar, que, si hago la operación 4 + 1 = 5, después descubra que estoy equivocado. 4 + 1 = 5. Fuera de toda duda, lo piense por donde lo piense, estoy convencido de que ahí no hay error posible. Los leños pueden ser reales o soñados, las personas que hace un rato estaban aquí y se fueron pueden haber muerto hace años o no existido nunca, pero tres menos uno es dos y dos menos uno es uno. Puede que lo esté soñando, que yo no esté en esta habitación, pero, aún si fuera un sueño, el uno, el dos, el tres son en cierta forma más verdaderos que la habitación, que el fuego, que el sillón y que las personas que se acaban de ir.

Descartes pone a las matemáticas en un rango superior en esto de encontrar una verdad que él pueda darse a sí mismo: las verdades matemáticas son algo que yo puedo darme a mí mismo: son evidentes, tres menos uno es dos, no hay duda. (En eso, Descartes también es fiel a un clima de época, e incluso a una antigua tradición: la que postula que el número, el cálculo y la medición son más ciertos que lo incalculable).

Pero hay duda.

Piensa Descartes: ¿de dónde saco yo esta energía en mis certezas matemáticas? La saco de la evidencia de que no me siento capaz de dudar de que tres menos uno es dos. Me resulta evidente. Además, desde que tengo uso de razón ha sido así, y, a diferencia de los sueños y de las ilusiones ópticas, las matemáticas nunca se me han mostrado engañosas. Simplemente, no puedo dudar de ellas. Pero, ¿y si mi mente está mal hecha? ¿si está, digamos, fallada de origen? Si yo fuera un ser mal formado, o mal terminado, con una constante inclinación a engañarse respecto de las cosas que me parecen evidentes, entonces podría seguir toda la vida pensando que tres menos uno es dos y en realidad, eso que me parece más claro que el agua clara, podría incluso ser falso. Sensatamente, no creo que mi mente esté así fallada, no creo que yo sea un ser constitutivamente obligado a equivocarse. Pero yo no estoy buscando lo sensato, estoy buscando lo verdadero: es decir: lo indudable. Y ahora que lo pienso me doy cuenta de que es posible -aunque parezca un poco loco pensarlo así, no es imposible- que mi pensamiento sufra de una disfunción constitutiva. Innata, diría Descartes.

No tengo que demostrar que yo he sido mal hecho, no tengo que demostrar que me vaya a equivocar siempre, me basta con pensar que eso sea al menos posible. Suficiente. Lo pienso otra vez: yo, sinceramente no creo que mi mente falle sistemáticamente, que falle por su constitución defectuosa, no me doy cuenta en absoluto de que ahora, cuando pienso 3 - 1 = 2, esté equivocándome. Pero junto con eso, atención, junto con eso, de lo que sí me doy cuenta es de que es posible que me equivoque siempre sin darme cuenta nunca. Me doy cuenta de que quizá nunca me dé cuenta de mi equivocación.



Esta torsión del pensamiento de Descartes, que le hace temblar el piso con mayor fuerza que las hipótesis cosmológicas revolucionarias que en ese momento se estaban discutiendo, esa torsión del darme cuenta de que es posible estar fatal y sistemáticamente equivocado sin darme cuenta, de que es posible estar profundamente convencido de algo que no puedo poner en duda, y que sin embargo sí puedo poner en duda que mi capacidad de dudar sea suficiente, este momento es el instante que funda la modernidad. Todo se ha venido abajo. Hay que empezar de nuevo. Esa voluntad fundacional es liberarse de todo o mejor aún: perderlo todo, pero con la promesa de volver a empezar.

La modernidad es crítica, ya se sabe: es una relación tensa con la tradición. Pero si nos quedamos sólo con eso, no hemos pensado hasta el fondo la experiencia de pensamiento por la que atraviesa Descartes. Porque dudando así no me he liberado tan sólo de la tradición. Lo que me pasa es algo más tremendo: he entrado en el torbellino de mi propio ser que ya no puedo detener: mi subjetividad (diríamos hoy esa palabra que aún no aparece en Descartes) está afectada, me gustaría más decir: está infectada por la sospecha en mi mismo. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Y no sólo lo sólido, el pensamiento también se desvanece o se pierde por alguna fisura. El yo que Descartes está a punto de alumbrar está fisurado: ha nacido, sí, fallado. Si queremos introducir un término hegeliano (Hegel es alguien que camina sobre las huellas de Descartes, para ir más allá), ese yo es negatividad pura, su acto más propio es negar, y aún: negarse. Pero ¿cómo? Dudando he sido capaz de negar el mundo, de abrir una brecha entre el mundo y yo, de dejarlo en suspenso. (Es tan fiera mi negatividad que he cortado los puentes con el mundo: sospecho que el mundo tal vez no sea como se me aparece; incluso dudo de que el mundo sea. Pero esta negatividad puede que no sea tan nefasta después de todo, siempre que me haga posible poner en suspenso al mundo, es decir: ponerlo en cuestión. Sin esta negatividad, el mundo ya estaría enteramente hecho y su ser sería positividad plena, una especie de horrenda pesadilla positivista; ni Hegel ni Marx serían posibles. Pero dejemos eso para más adelante).

Descartes se angustia, tiene de pronto una angustia mortal. Dice:

"He sido arrojado a tan grandes dudas por la meditación de ayer que desde ahora ya no estará en mí poder olvidarlas; ni sé de qué modo han de solucionarse; por el contrario, como si hubiera caído en aguas muy profundas, estoy tan turbado que no puedo ni poner pie en lo más hondo ni nadar en la superficie. Me esforzaré, sin embargo, en adentrarme de nuevo por el mismo camino que ayer, es decir, en apartar todo aquello que ofrece algo de duda, por pequeña que sea, de igual modo que si fuera falso; y continuaré así hasta que conozca algo cierto, o al menos, si no otra cosa, sepa de un modo seguro que no hay nada cierto. Arquímedes no pedía más que un punto que fuese firme e inmóvil, para mover toda la tierra de su sitio; por lo tanto, he de esperar grandes resultados si encuentro algo que sea cierto.

"Supongo, por tanto, que todo lo que veo es falso; y que nunca ha existido nada de lo que la engañosa memoria me representa; no tengo ningún sentido absolutamente: el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar son quimeras. ¿Qué es entonces lo cierto? Quizá solamente que no hay nada seguro"
.

Así empieza su Segunda Meditación Metafísica (el libro Meditaciones Metafísicas está dividido en seis meditaciones). Es interesante repasar los títulos de las tres primeras meditaciones. La primera: "DE LAS COSAS QUE SE PUEDEN PONER EN DUDA". El resultado está a la vista: "¿Qué es entonces lo cierto? Quizá solamente que no hay nada seguro". La segunda meditación ya dice algo más: "SOBRE LA NATURALEZA DEL ESPÍRITU HUMANO Y DEL HECHO DE QUE ES MÁS COGNOSCIBLE QUE EL CUERPO". No digamos nada todavía, veamos el título de la tercera meditación: "DE DIOS; QUE EXISTE". Si podemos recorrer esta secuencia, si podemos comprender la lógica que las une: de la duda generalizada a la afirmación de un espíritu más fácil de conocer que el cuerpo y de ahí a Dios, que existe; si podemos darle una mirada al fuera de campo que sostiene a esta secuencia, quizá empecemos a comprender por qué este magnífico plan de la modernidad nació fallido. Por qué la modernidad ya era postmodernidad.

Hay algo que Descartes va a descubrir como se descubre la carta robada que estaba ahí a la vista y que sin embargo no veíamos: si yo puedo poner en duda todo, si yo puedo poner en duda lo que veo, si puedo dudar si yo estoy durmiendo o despierto, si puedo poner en duda si yo estoy pensando bien o defectuosamente, o incluso dudar acerca de la posibilidad de que mi propia naturaleza me empuje inevitablemente al error, si yo me pregunto todas estas cosas y las quiero saber desesperadamente, si me asalta la angustia y me siento como si hubiera sido arrojado en aguas profundas sin ser capaz de tocar fondo ni de salir a la superficie, si yo dudo, si me pregunto, si temo, ¿no es que acaso por todo esto y aún en las peor de las alternativas que yo, por eso mismo, soy algo? ¿no soy acaso algo?

Yo soy. ¿Quién soy? ¿René Descartes? Eso no, todavía no. ¿El que está sentado junto al fuego? No aún. ¿El que ya tiene un buen pasar? Puede que sea un sueño (como los sueños de los burgueses de las películas de Buñuel, que siempre se despiertan cuando su cena está a punto de frustrarse). Pero aún soñando, aún con un pensamiento innatamente mal formado, incluso si fuera verdad que soy el que creía ser, en cualquier caso no puedo dudar de que yo soy. Y eso lo sé muy bien porque estoy dudando y estoy buscando una verdad, soy yo el que la estoy buscando y soy yo el que la acabo de encontrar: esa verdad soy yo.

Yo soy.

"He sido arrojado a tan grandes dudas por la meditación de ayer, que desde ahora ya no estará en mí poder olvidarlas". Creo que en las facultades de filosofía nunca nadie se detiene lo suficiente en esta frase, cuyo valor de pensamiento es al menos tan fuerte como el Cogito, ergo sum que como sentencia filosófica va a gozar de una celebridad mayor. Porque toda la fuerza del Pienso: soy, Dudo: soy, Me interrogo: soy radica en esta primera frase: lo que mueve a este burgués sentado en su living junto al fuego es el miedo, el miedo al que ha sido arrojado, la angustia de saber que desde ahora ya no estará en su poder el olvidarse de estas sospechas.

Así es como toco yo mi propio ser. Quizá Descartes podría haber escrito: "Temo no poder olvidar, ergo: soy"; o "No está en mí poder olvidar estas dudas a las que he sido arrojado, ergo: soy". En ese caso, la historia de la filosofía moderna habría sido quizá un poco distinta. Descartes, al decir "Pienso, ergo soy" le imprimió a esa historia una cierta dirección. Y en seguida se preguntó: pero qué soy. Y en seguida se respondió: soy el que piensa, soy la cosa que piensa. Y se aferró con desesperación a esta frase. ¿La pensó él mismo? ¿la pensó el sólo? ¿o la pensó otro por él? ¿Podría haberla pensado distinto?

Es por eso que la modernidad ya había nacido fallida.

8 comentarios:

hanna dijo...

Si pensó todo eso, el living de Descartes era bastante confortable...

(Muy buenas las clases, espero que continúen)

meridiana dijo...

muy bueno Oscar! me llevo un fragmento para otros lares...


Lilián

martin maisonave dijo...

cuervo, pense que despues de tantos años no iba a pensar en descartes de nuevo. pero me parecio iluminador.
poeta es el que inspira.
abrazo,

Oscar Cuervo dijo...

Gracias, argentinos y argentinas!
Vieron que por este tipo de posts los trolls no aparecen para decir nada de la yegua?
Será que se traban en el primer párrafo y abandonan?
salud!

liliana dijo...

Seguro que abandonan!! Es que los trolls, Oscar, siguen a Aldo Rico...

Para ellos, "la duda es la jactancia de los intelectuales"...

ana fioravanti dijo...

Obviamente. Es imprescindible que continúe. Los signos de interrogación están de más.
Los trolls lo único que saben es faltar el respeto. Por eso, no hay que gastar pólvora en chimangos. A ver si reaparecen... Dio' libre y guarde, diría Niní Marshall.

Ana dijo...

Sí, por supuesto tiene que continuar, porque como todo buen texto, el suyo abre muchas preguntas e incita a seguir pensando.

¿Tardamos tantos años en darnos cuenta que la modernidad nació fallida?. Pero lo peor es que en general nadie puede pensarlo así sino todo lo contrario se seguirá en el esfuerzo (y se recitarán muchos discursos) tendiente a completar esas fallas sin darse cuenta de lo imposible de la empresa so pretexto de buscar el progreso, la libertad, el consenso y la democracia plena.

Me parece que lo que usted hace es hacerle decir algo más al texto de Descartes lo cual durante muchos años estuvo cerrado a esta posibilidad. Entiendo que usted dice que el intelecto se engaña por no poder tolerar la angustia ante lo cual intenta cerrar el agujero rápidamente con una respuesta que ancle que es el ¨pienso, ergo existo¨.

Que la flaqueza del intelecto hizo que se ocultara que el pensar es una duda en el caso de Descartes y que pasara desapercibida esa frase adyacente que estaba ahí nomás y que usted rescata.

Y además, resaltar que es el miedo y la angustia lo que mueve al burgués, se me hace que es un hallazgo de su filosofar, o tal vez para mí solamente sea novedoso, no lo se.

Pero si hasta nos permite pensar en nuestra realidad. Así como el mismo Descartes nosotros también queremos rápidamente la respuesta y si es simple y sin grietas mejor.

Oscar Cuervo dijo...

Ana:
ante todo Descartes deja en su texto tan claros indicios de que el combustible de su pensamiento es el miedo, la sospecha de ya no poder olvidar, que llama la atención que se haya querido desligar esto como un asunto personal suyo y se haya querido abstraer el Cogito, ergo sum como un axioma matemático. Es claro que es el propio Descartes el que promueve esa interpretación, que en seguida cristaliza es contacto que acaba de hacer interpretándose a sí mismo como cosa que piensa; pero inmediatamente reaparece lo que había querido desalojar, porque cuando empieza a hurgar en lo que piensa, descubre el nudo entre finito e infinito que mueve a su pensamiento y admite que lo que sabe de sí mismo es que es finito. Las consecuencias que saca de ahí lo llevan a Dios. Y ese es otro punto que la filosofía académica ha desaprovechado: se critica su argumentación por defectuosa, pero no se es capaz de advertir que ese paso responde a una necesidad del yo, que ese Dios infinito y perfecto es un testigo molesto de la falla del Cogito, sum. TRataré de continuar, porque tengo algunas cosas más para agregar.

Pero quiero hacer notar que todo esto no conduce necesariamente al desaliento ni a la renuncia de alguna de esas banderas que la modernidad ha levantado. Muchos defensores tardíos de la modernidad suponen que si uno no compra en bloque el programa moderno se convierte por eso mismo en un "anti"moderno, un neo-conservador o neo-liberal. Esa es una manera de esquivar el problema, porque la "falla" de Descartes no es en absoluto un defecto del armado de su teoría, sino que todos los que vienen después: los empiristas, Kant, Hegel, Marx, Nietzsche, nosotros mismos, heredamos ese problema.

Los modernos tardíos tendrían que escuchar el tango "La casita de mis viejos" o ver la película APOCALIPSE NOW.